Había dos momentos del día que le fascinaban, cuando anochecía y cuando amanecía. Para él era mágico como el sol salía iluminando la playa, y como se escondía devolviéndole a los amantes la intimidad que correspondía a la noche.
Y muchas veces se sentaba en la playa a ver como el sol caía por el horizonte, como el mar cambiaba de color y se tornaba rojo. Y como las nubes del cielo se coloreaban pintando un cuadro de pura fantasía, si de verdad había un Dios ahí arriba, debía ser pintor o algo por el estilo.
A veces, después de la caída del sol se quedaba tumbado en la arena bocarriba, y con la ingenuidad de un niño contaba las estrellas conforme salían. Siempre habría los ojos como platos cuando comenzaban a desvelarse rápidamente, todo lo que ocurría en el cielo les fascinaba.
Aunque a veces todo esto le dejaba en un estado de eterna melancolía, porque estaba un poco harte de hacerlo siempre solo...
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