Llovía, llovía dentro y fuera. Él siempre se controlaba, lo había aprendido a lo largo del tiempo, a veces no mostrarse era la mejor defensa, el mejor ataque. Ella no podía, no podía parar de llorar, haciéndole sentir peor y peor.
Habían pasado tantas cosas juntos, tantas risas, tantas tardes de chocolate, tantas carreras bajo la lluvia. Pero ahora eran sus ojos la tormenta, y él no podía evitar mirarla con cierta pena. Todo empieza y acaba, ley de vida.
Y ella lloraba y lloraba, y solo pedía migajas. Migajas que él no puede darle, porque no se las merece, porque no puede regalar migajas que esconden cristales. Cristales que laceran, cristales que matan, cristales que les separan.
Cristales que amortiguan hasta que no se siente nada.
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